En el ascensor del Círculo de Bellas Artes, cuando salía de ‘Enamorando al Consumidor 2024’, coincidí con un grupo de asistentes que hablaban de profundizar más en algunos asuntos que se trataron en el evento, uno de ellos el propósito empresarial.
Hablar de profundidad en un ascensor me parece un hallazgo creativo.
Y también una excelente analogía: las empresas deberíamos releer los propósitos y las narrativas que hemos venido construyendo en la última década y comprobar si aguantan un test de estrés, y quizás veamos que muchos de ellos, grandilocuentes, solo funcionan en un ascensor.
Hacer del mundo un lugar mejor. Empoderar a las personas. Ser líderes en sostenibilidad. Transformar las comunidades. Construir un futuro. Innovar para cambiar el mundo.
La mayoría de las empresas que he conocido tienen el propósito de generar riqueza, empleo y productos útiles, y no observo ningún problema con eso.
Una compañía con un objetivo genuino y profundo, que inunda su organización de arriba abajo, la convierte en extraordinaria, como cualquier persona que concreta por fin su propósito en la vida. Pero esto no abunda, ni en personas ni en organizaciones.
La mayoría de los propósitos están desconectados de la realidad empresarial.
Hace 15 años Simon Sinek añadió profundidad a las teorías de Drucker y Kotler, encendiendo una chispa, llevando a las empresas a preguntarse por su impacto en el mundo.
Decía Sinek, en aquella conferencia de Ted, que la gente ve el “What” (lo que haces, el producto, el servicio) pero en realidad compra y conecta con el “Why” (por qué lo haces).
Aquello desató una carrera por construir narrativas y «hacer del mundo un lugar mejor» se ha convertido en un mantra tan manido que ha perdido su significado.
Además, si un producto es mediocre, el propósito no será suficiente para generar una venta.
Los propósitos fallan por la falta de autenticidad y coherencia entre lo que dicen y lo que hacen, erosionando la confianza del consumidor. Un propósito efectivo debe ser honesto, específico y respaldado por acciones tangibles.
Las empresas de éxito no necesitan un propósito elevado para triunfar. De hecho, muchas lo han hecho enfocándose simplemente en hacer bien su trabajo.
Apple se propone diseñar productos que la gente ame, con todas sus consecuencias e implicaciones. Amazon pivota sobre el cliente, desde la entrega rápida hasta el SAC, todo impecable, con sus consecuencias e implicaciones.
Pagar muy bien a los empleados, ofrecer beneficios que sean la envidia del sector y ofrecer un discurso que apueste por el bienestar social no solo es noble sino que es realista y, en medio de este teatro, trabajar con realidades confiere protagonismo.
La relevancia no te la da el propósito declarado, sino la propia relevancia del propósito.
Un buen propósito no requiere poesía ni grandiosidad, puede ser tan -aparentemente- simple como buscar ser los mejores, o, aún más sencillo, ¿qué tal hacer bien las cosas?
Lo importante es que sea auténtico, coherente y accionable. Porque, al final, lo que conecta no es el discurso, sino las acciones.
No es el “Why”, es el “What”.
Si vamos a seguir hablando de propósito, hagámoslo desde la honestidad. No todas las empresas están aquí para cambiar el mundo y eso está bien. Muchas están para generar riqueza, empleo y productos útiles, y eso, de nuevo, está bien.
Ding.
Cuando se abrieron las puertas del ascensor, en el Círculo de Bellas Artes, me despedí de aquellos fugaces compañeros de viaje y me quedé pensando en el lema del evento, “Enamorando al Consumidor”. Si vamos a hablar de cómo conectamos marcas y consumidores en términos de amor, hablemos de amor con todas sus consecuencias e implicaciones.
Hablemos a los consumidores con profundidad, con intelectualidad y con veracidad. Añade poesía, si quieres, te quedará más bonito. Pero ten presente que el consumidor ya no compra versos, sino coherencia.
Por Alberto Fernández, director general de Annie Bonnie.