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Tengo 25 años y la vida en la ciudad me asfixiaba, así que pasé dos meses en un retiro para jóvenes en un pueblo de China

Me bastaron unos días de trabajo en Pekín para darme cuenta de que necesitaba un descanso.

A principios de septiembre, todo en la capital me parecía demasiado caro. La vida en la ciudad me asfixiaba.

Nací en Henan –una provincia a 645 kilómetros al sur de la capital–, pero ahora, a mis 25 años, soy nómada digital y ya no hay una parte del país que sienta como mi hogar. Vivo en una mezcla de hostales, pensiones e incluso una vez alquilé la casa de un granjero. También intento pasar algunas semanas al año con mi familia.

Me gustan distintas partes de China por diferentes razones. Me gusta el clima de Dalí, las casas de madera de Shaoxing, mis amigos en la montaña Taihang, las mañanas de Yangshuo y las noches de Shanghái.

Una mañana, empecé a buscar lugares que pudiera visitar en las montañas. Encontré Guanye, un pueblo de retiro para jóvenes, en Xiaohongshu, la plataforma china parecida a Instagram. Estaba claro que no tenía nada que ver con el cuidado de personas o ancianos, sino con mucha naturaleza.

Me intrigaron las fotos de montañas, una piscina y gente de mi edad cocinando, haciendo senderismo y viendo películas. Sentí que me llevaría bien con ellos. A mediodía de ese mismo día, ya me había marchado.

Compré un billete de tren por poco más de 10 yuanes, o 1,30 euros, desde Pekín. El pueblo está en Hebei, a unos 290 kilómetros al suroeste de Pekín, y el viaje en tren hasta Baijian, la estación más cercana, duraba unas tres horas.

Mi habitación en la residencia

Al poco de llegar, me enseñaron mi habitación. Todas tenían vistas a la montaña. La mía tenía ventanas que iban del suelo al techo, una cama de 1,8 metros, nevera, baño y televisión. La tele estuvo apagada toda la estancia.

La habitación era barata: 3.600 yuanes, o 470 euros, al mes, incluyendo comida y alojamiento. Era una casa con patio, con habitaciones que lo rodeaban, y el espacio era de unos 200 metros cuadrados.

Como fotógrafo, mis ingresos no son estables. Hay veces que no gano nada durante dos semanas, pero luego, en un día, puedo ganar lo suficiente para cubrir el mes.

La diferencia entre la vida en la ciudad y la vida en la montaña era enorme. La tranquilidad del pueblo era un lujo para mí. A veces, por la mañana, oía el sonido de las cabras comiendo hierba. Era maravilloso despertarse así.

Los invitados eran en su mayoría miembros de la generación Z y millennials

La mayoría de la gente de la residencia tenía entre 20 y 30 años; yo tengo 25. También me crucé con un grupo de personas de entre 40 y 50 años.

No tuve que esforzarme mucho para conocer a gente interesante. Había un ambiente natural que atraía a todo tipo de huéspedes. Los encargados me trataban como a un amigo, no como a un cliente.

Yo no era el típico huésped. La mayoría de la gente va allí a descansar un rato antes de volver poco a poco al trabajo. Para ellos son como unas pequeñas vacaciones. Sin embargo, yo seguía trabajando.

Me gusta mi trabajo, así que no me molestó. Trabajo en fotografía de IA, personalizando trabajos para clientes y también enseñando a estudiantes. Gran parte lo hago por internet.

La mayoría de las personas con las que hablé en la casa habían sufrido un revés en la vida, en su carrera, en su vida amorosa o con miembros de su familia. Conocí a un abogado que me contó que estaba cansado de estar siempre ocupado y que había empezado a llevar una vida nómada, pero que, debido a las exigencias de su trabajo, tenía que acudir a menudo al juzgado.

También hablé mucho con uno de los fundadores, Cui Kai. Cumplió 30 años este año, pero da la sensación de estar todavía en el instituto. No había en él nada de superficialidad.

Pregunté a otro cofundador por qué había elegido dirigir la residencia en su pueblo natal y me respondió que había crecido en el pueblo y que los patios pertenecían a un pariente suyo.

Me contó que sus abuelos tenían ya unos 95 años y que quería pasar más tiempo con ellos.

Me di cuenta de que el pueblo era muy pobre y de que los jóvenes se habían marchado a buscar trabajo. Solo veía gente mayor jugando al mahjong todos los días. Aquel cofundador me aseguró que no quería abandonar su pueblo natal. Quería sacarlo adelante.

Nuestra rutina diaria

Para desayunar servían huevos, bollos, arroz, avena de mijo y pan. Al mediodía, pollo y ternera, patatas y judías salteadas y repollo. Una de las tías cocinaba para nosotros.

A menudo organizaban actividades como recoger caquis o castañas, hacer senderismo o ejercicios de meditación por la mañana. Me contaron que en verano nadaban, veían películas o bebían juntos.

Yo participaba más en las actividades relacionadas con la bebida. A veces íbamos al río, recogíamos leña para hacer un fuego y bebíamos y charlábamos. Recuerdo que en mi cumpleaños éramos unos 25 bebiendo juntos, contando chistes y comiendo frutos secos y tarta. Gastamos muchas cajas de cerveza. También había baijiu, un licor chino.

Creo que esta casa ayuda a la gente a recargar las pilas. En la ciudad, los costes son altos y algunas personas están descontentas con sus trabajos. Me resulta difícil establecer conexiones profundas con la gente. Es como si viviéramos para los demás y lleváramos una máscara.

La experiencia me cambió

Hablé con otros huéspedes que trabajan en la ciudad y me contaron que sus niveles de energía aumentaron después de ir a la montaña. Al tener más espacio físico, sentí que tenía más espacio a nivel mental.

Ir a Guanye me cambió un poco, pero no tanto como a otras personas que conocí. He conseguido que mi vida sea menos intensa en los últimos años.

Hace poco, me reencontré con algunas personas que había conocido en Guanye. Fuimos a ver una película juntos. Me parecieron diferentes a cuando nos conocimos. Eran más reservados. Parecía que, al volver a la ciudad, habían escondido su verdadero yo.

Andrea Gómez Bobillo